Conmoción en la Goyesca de Ronda: Aguado rompió los moldes
Con permiso de Morante….
OTRO BOMBAZO DE PABLO AGUADO
He tenido que esperar a que mi sobrino Álvaro lograra publicar por fin su crónica sobre lo acontecido ayer sábado en Ronda porque, la verdad sea dicha, es que hasta leer a Alvarito, ninguna otra crónica de las publicadas me había emocionado como logramos los muy pocos – únicamente yo mismo si apuramos mucho – capaces se emocionar a los lectores más sensibles, que leyéndonos, sienten casi lo mismo que si hubieran estado en la plaza. Y como yo no estuve en mi voluntaria aunque relativa retirada, repito que he tenido que esperar hasta leer al hijo mayor de mi hermana y volverme a emocionar. Lo llevamos en la sangre.
Aguado rinde a los elementos
El festejo parecía sentenciado sin que los resultados hubieran respondido a la extraordinaria expectación levantada más allá de una faena casi secreta de Morante al tercero de la tarde; un trasteo reforzado por la ruidosa ‘cla’ de Pablo Aguado –que no le va nada- y la sensación de que la corrida de Juan Pedro Domecq había llegado hasta las cumbres de Ronda con las ruedas pinchadas. Pablo había formado un lío gordo parando al sexto con el capote. Los capotazos surgieron tersos, empacados, cadenciosos… despertando una impresionante unanimidad y la lluvia de esos sombreros de publicidad que se habían colocado en los escaños de Sol antes del festejo. ¿Iba a ser este toro el del lío gordo que esperábamos? El joven diestro sevillano se lo había brindado a Morante antes de comprobar que se moría por las esquinas…
Mientras tanto algo se empezó a barruntar en los tendidos. Morante devolvió a Pablo el sombrero de dos picos. Hubo parlamento entre ambos y el más joven se dirigió a la presidencia después de consultar con sus apoderados: “¿Lo echamos?”. Sin solución de continuidad se anunció que saldría el sobrero de Domingo Hernández. Morante –en un gesto de grandeza torera que le honra- se lo había regalado a su joven competidor, que salió algo arrebatado con el capote.

Lo mejor estaba por llegar: La faena, de acople creciente, comenzó por bajo. El bicho se pegó un volantín que puso a prueba sus fuerzas y hasta la paciencia del propio matador que formó el primer lío con un cambio de mano de seda que reveló su mejor dimensión. ¿Iba a ser en este por fin? El pasodoble ‘La Concha flamenca’ se enhebró a la perfección a la labor del torero sevillano, que sorprendió en los molinetes, acarició en los remates y exprimió con un extraordinario sentido de la escena y la cadencia una embestida cogida con algunos alfileres.

Hubo naturales largos como un río; muletazos de seda y esa compostura natural basada en la belleza pura del muletazo. Pablo torea sobre la cintura, sin forzar posturas y haciendo de la limpieza del trazo y ese temple imposible el mejor hilo de su toreo, desnudo de cualquier artificio. El toro estaba exprimido y su matador se marchó por la espada. Pero aún hubo tiempo para amarrar la faena en unos excelsos muletazos por bajo. La banda, armonizada con la labor del torero también lanzó su traca final y la espada entró. Aguado también había rendido el Tajo del Guadalevín. Le dieron dos orejas, se lo llevaron a hombros…

Ésa fue la cúspide de una tarde de altibajos en la que también hay que anotar la valiosa faena de Morante –brindada a Santiago Abascal- al tercero de la tarde. Le pegaron un fuerte puyazo que el diestro cigarrero alivió por el palo de Chicuelo. La faena comenzó por sabrosos ayudados, un molinete de Giraldillo y un antañón muletazo de la firma. Y a partir de ahí se puso a torear con temple natural sobre la mano derecha cosiendo tanda a tanda con ese catálogo de tauromaquia sepia que se reforzaba con la indumentaria rabiosamente dieciochesca que había escogido. Con la muleta en la izquierda la cosa subió aún más de tono, sacando de la chistera molinetes invertidos, kikiriquís… Su labor –seguramente una de las mejores de un año desigual- se vivió como un auténtico bálsamo aunque un sector del público, demasiado predispuesto a otros asuntos, no captó por completo su verdadera dimensión. El presidente, más puntilloso de la cuenta, le envió un aviso improcedente cuando estaba a punto de montar la espada. No importó. Un pinchazo previo a la estocada no impidió que cortara una oreja que paseó tan pimpante. Antes se había dado poca coba con un primero desfondado y cortó por lo sano –y muy bien que hizo- con un quinto que no ofrecía ninguna posibilidad de lucimiento.
